por Abel Delfino
He estado en el Trópico de Capricornio.
Partimos desde Salta tomando la Ruta 9 en busca de Humahuaca, “Cabeza que llora” para los Omaguacas; la llamaban así, por ser el sepulcro o lugar donde enterraban a sus líderes o cabecillas.
Humahuaca es hermoso, aunque el camino desde Salta no escatima en belleza ni en historia, ya que no solo estimula la vista sino también la imaginación de las personas inquietas y curiosas.
No es mi intención incurrir en términos técnicos sobre la visita al Trópico de Capricornio sino más bien, me interesa señalar mis sensaciones y mis vivencias sobre el paso del tiempo en aquellas latitudes y en las zonas altas cercanas al trópico.
Es difícil, para mí, relatar algo tan subjetivo y, porque no decirlo, también tan íntimo como las vivencias y las emociones que me produjo la visita a una naturaleza prodigiosa y fecunda, a la madre tierra, a la Pachamama vital y creadora, donde la vida derrocha energía en colores y aromas tan poderosos como sensibles.
Intentaré transmitir brevemente las alternativas del viaje, sobre todo, la poderosa impresión que esta experiencia me produjo sobre la medida del tiempo, sin la mínima intención de que este relato tenga algún asidero de verosimilitud para las personas que lo lean, es solo mi sentimiento sobre lo que he vivido en este viaje tan hermoso y reparador.
He estado en la línea del Trópico de Capricornio, donde el 21 de Diciembre el invasor inca, que adoraba el Sol, festejaba el triunfo de la luz sobre las sombras.
Hoy, en ese lugar se levanta un enorme reloj de sol que marca el transcurso del tiempo, el tiempo que tarda el sol en su camino a través de las constelaciones de zodíaco (somos copernicanos pero nos expresamos como ptolemaicos).
En los valles, en los cerros, en las quebradas, en las selvas tropicales y subtropicales, en los altiplanos desérticos, su vegetación su fauna y su gente conforman un conjunto homogéneo, donde el tiempo y el silencio influyen decididamente sobre la multiplicidad de la vida en una naturaleza que deslumbra y enamora.
La Pachamama pinta los cerros con infinitos colores y fecunda las hierbas que impregnan el aire de múltiples aromas.
El cielo, enamorado de la belleza de la madre tierra, fija la medida del tiempo, hace que fluya mucho más lento, y ahí, en las altura, donde se juntan las nubes con las cumbres de los cerros, el tiempo se apuna, se adormece y la vida florece lentamente, muy lentamente, con una belleza elemental e inefable.
Los días no se diferencian, es lo mismo que sea lunes o domingo, el letargo del tiempo no permite que exista la semana, los días son solo momentos entre oscuridades y alboradas, entre silencios eternos y susurros de sopor y modorra. El tiempo se mide en años, en siglos, en milenios. El Tin Tin, un arenal milenario, es solo un letargo desproporcionado y vital.
Al finalizar La Cuesta del obispo, los ojos se rinden, solo dos ojos sencillamente no alcanzan para observar en un paisaje eterno, casi sin límites, sin razón aparente, a no ser por los infinitos cardones, que como dedos gigantes se elevan señalando al cielo para enseñarnos quizás, que la vida es empecinada e irremediable en el arenal.
Al mirlo le gusta comer el fruto del cardón y luego por obra de su metabolismo “deposita” sus semillas, contenidas en él, en los pastizales lejanos para que cumplan con su misión de nodriza involuntaria, la naturaleza ya se encargara de engendrar, en ese lugar protegido de la seca y de los animales, la vida de un nuevo ser. El tiempo lento y el silencio persistente hacen la magia y en ocho o diez años este “nuevo” cardón, alcanzará un tamaño de solo cinco centímetros, a los cincuenta años será adulto y crecerá dos centímetros por año hasta alcanzar los quince metros de altura después de cuatrocientos o quinientos años.
Una naturaleza elemental, así La tierra el agua el aire y el tiempo se confabulan y se empecinan para generar todo lo que existe.
Payogasta, (pueblo blanquecino o pueblo de hombres viejos en idioma nativo) es un puñado de casas de adobe crudo perdido en el Tin Tin, más alto que las nubes y más lejos de lo que nuestra imaginación intuye, se jacta de que sus habitantes longevos, viven más allá de los cien años.
A poco transitar la Ruta 40, luego de una pronunciada curva invadida por un badén con las aguas de un río nacido bien arriba, donde reina majestuoso El Nevado, de repente aparece Cachi, o “Piedra del silencio” según el lenguaje diaguita. Un gran cartel en la única entrada del pueblo nos alerta a no despertar al tiempo:
CACHI
2280 mts s/n/m
Turista:
Este pequeño Rincón del Valle Calchaquí te da la Bienvenida deseándote una feliz estadía.
Si el destino guió tus pasos hacia este pueblo, aprovechamos para invitarte cordialmente a descubrir la poesía escondida en sus viejas casas y calles, donde el tiempo está dormido.
Por favor, procure no despertarlo.
Municipalidad de Cachi
Desde el avión que nos traía de regreso a Buenos Aires, miraba la sombra que las nubes dibujaban sobre la tierra y pensaba que el 21 de diciembre de cada año en el Trópico de Capricornio, Los Incas observaban como se detenía el tiempo y nada generaba sombra sobre el piso. Con una gran congoja, que me humedecía los ojos, comprendí que me atraparía pronto la rutina de la ciudad y con ella, esa terca necedad de despertar al tiempo para vivir más rápido, para morir más pronto.
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